El sabor de las uvas y de las moras,
el púrpura de la capa, las sandalias
rojas y las hojas de olivos se reservan
celosamente en lo profundo de los
recónditos pensamientos, guardados
bien olvidados, aquél quien (super)a
aquellas barreras del subconsciente
ha de ser el (hombre) hecho Rey.
El Rey que se permite soñar, al borde de una cama llena de mar, recipiente de él, camina majestuosamente a través de los jardines construidos con su ingenio, amante de la belleza, de la voluptuosidad y de todo lo contrario a la calma, enemiga de sus deseos, que son la cúspide de la calma y sin embargo, antípoda de la misma.
Es visto el Rey en su jardín observando las rosas, oliendo su maravilloso aroma y soñando en su patio hecho de flores, recuerdo que le llega de aquella historia tan antigua como los mismos cimientos de las ciudades, el crimen que ocurrió bajo los pétalos de miles de rosas.
El Rey tan calmo y voluptuoso, sentado en los bancos que colocó junto a los helechos y las rosas, directo y con mirada terrible, que parece ser no de él, porque sus paseos y sus tiernas paradas a la contemplación, muestran a la distancia una percepción distinta a lo que es él.
Oliendo las flores, escuchando su alrededor, quizás música suene en su palacio (no precisamente terrenal), recuerdos de antiguas reuniones, de olvidados afectos el Rey vuelve a su memoria, mientras empuja su brillantísima y aterciopelada capa púrpura, hermosa y preciosa como sus ojos.
Adornado de flores, sus vestidos de blanco puro, el Rey espera sentado bajo la sombra de los árboles de su jardín, bajo la suave brisa de la tarde (no busca) pensando en si buscar, o dejar al viento traer mariposas y abejitas que polinicen sus plantaciones, metafóricamente crecen y florecen, no tanto como se escribió.
El Rey contempla el agua de las fuentes, tan sencilla y majestuosa se dice a sí mismo, y se enjuaga las blancas manos dentro del espejismo del mármol, al final de la tarde se cansa y entra por las grandes puertas.
A donde el Rey percibe el calor dulce de la princesa de su palacio, blanca como la luna y ardiente como el sol, de cabellos rojizos como un atardecer al caer y de facciones divinas como hechas por un pintor.
Se encuentran y el Rey acaricia sus cabellos, sus mejillas y sus labios con los suyos, se dicen susurros que no pueden oírse y al caer la tarde y al entrar la noche, el Rey deja sus vestidos de flores, busca los poderes y al borde del fin/centro del mundo, toma la mano de la princesa y permitiéndose ambos comenzar un génesis, manchan sus ojos con deseos hermosos, que se funden y se oyen desde los jardines del palacio.
el púrpura de la capa, las sandalias
rojas y las hojas de olivos se reservan
celosamente en lo profundo de los
recónditos pensamientos, guardados
bien olvidados, aquél quien (super)a
aquellas barreras del subconsciente
ha de ser el (hombre) hecho Rey.
El Rey que se permite soñar, al borde de una cama llena de mar, recipiente de él, camina majestuosamente a través de los jardines construidos con su ingenio, amante de la belleza, de la voluptuosidad y de todo lo contrario a la calma, enemiga de sus deseos, que son la cúspide de la calma y sin embargo, antípoda de la misma.
Es visto el Rey en su jardín observando las rosas, oliendo su maravilloso aroma y soñando en su patio hecho de flores, recuerdo que le llega de aquella historia tan antigua como los mismos cimientos de las ciudades, el crimen que ocurrió bajo los pétalos de miles de rosas.
El Rey tan calmo y voluptuoso, sentado en los bancos que colocó junto a los helechos y las rosas, directo y con mirada terrible, que parece ser no de él, porque sus paseos y sus tiernas paradas a la contemplación, muestran a la distancia una percepción distinta a lo que es él.
Oliendo las flores, escuchando su alrededor, quizás música suene en su palacio (no precisamente terrenal), recuerdos de antiguas reuniones, de olvidados afectos el Rey vuelve a su memoria, mientras empuja su brillantísima y aterciopelada capa púrpura, hermosa y preciosa como sus ojos.
Adornado de flores, sus vestidos de blanco puro, el Rey espera sentado bajo la sombra de los árboles de su jardín, bajo la suave brisa de la tarde (no busca) pensando en si buscar, o dejar al viento traer mariposas y abejitas que polinicen sus plantaciones, metafóricamente crecen y florecen, no tanto como se escribió.
El Rey contempla el agua de las fuentes, tan sencilla y majestuosa se dice a sí mismo, y se enjuaga las blancas manos dentro del espejismo del mármol, al final de la tarde se cansa y entra por las grandes puertas.
A donde el Rey percibe el calor dulce de la princesa de su palacio, blanca como la luna y ardiente como el sol, de cabellos rojizos como un atardecer al caer y de facciones divinas como hechas por un pintor.
Se encuentran y el Rey acaricia sus cabellos, sus mejillas y sus labios con los suyos, se dicen susurros que no pueden oírse y al caer la tarde y al entrar la noche, el Rey deja sus vestidos de flores, busca los poderes y al borde del fin/centro del mundo, toma la mano de la princesa y permitiéndose ambos comenzar un génesis, manchan sus ojos con deseos hermosos, que se funden y se oyen desde los jardines del palacio.
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