Recuerdos de un Mayo querido.
Los luceros nocturnos afloran las
viñas mentales que se acobijan en mi lóbulo parietal, el contraste entre esas
jóvenes estrellas buscando noche y las montañas andinas que protegen el poblado
visten mis sentidos de admiración. Las noches son muy largas y el paisaje las
aligera, me acobija la noche.
Las frías calles, dispuestas para
la soledad, calman mis afanes, la tenue luz de los pocos bombillos colorea el
azul tan común en carmín, la luna llena que se alza entre árboles y casas
marginadas alienta mis latidos, el sonido de la brisa postdiurna es la pieza
que mis oídos reclaman. Las casas muertas aluden al sueño del petróleo, ya es
una metáfora.
Esta ciudad poco a poco ha
entendido mi ser, ha hecho que me sienta contento de vivir en el ghetto. La contaminación lumínica a veces
es entendible, el paisaje se adorna majestuosamente con los suburbios más
lejanos, la ciudad toda es un paisaje.
Admiración encuentro, tanta que
me hace olvidar buscar a Orión en el mar espacial. Tanta que ahora es un sueño
transitar las aceras.
Es un detalle bastante sencillo
el de los azulejos que se hospedan en mi patio, el de los pajarillos que buscan
arroz, el de los pseudo locos que dicen haber conocido a Bolívar en la plaza de
él mismo. La ciudad es una maravilla, es un privilegio admirar las arboledas de
cemento con unos ojos justamente rubienses.
Los semáforos de la avenida
principal, llegada la noche, retratan con suma precisión un panorama tranquilo
y carente de bullicio, casi metafísico, trabajan sin cesar cuando aún los conductores
han detenido su rodar, el aroma a gasolina de la bomba es ya común que se
confunde entre la brisa. Los variados grafitis retratan a una gran parte de los
nativos, las construcciones sin terminar son los bosques nuestros. Qué grande
es Rubio.
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